Publicación original el 9 nov 2020 en LJA.MX
Estos últimos días, mi feed de Youtube se ha visto dominada por vídeos de varios músicos, tanto profesionales como amateurs, todos ellos comparten un poco de su esencia tocando algunas canciones en espacios públicos como plazas o calles. Pero lo que más me llama la atención, son aquellos que lo hacen en las entrañas de la red de transporte. Tanto en las estaciones, como en los vagones del metro, se aventuran con sus instrumentos a profesar la sensibilidad de la belleza con cada pieza que interpretan. Y este acto parece casi uno de rebeldía, ya que, en estas infraestructuras, por su misma naturaleza, es difícil encontrar un poco de humanidad, solo se conciben para el transporte de las masas, donde la utilidad y la función son absolutas.
Tan solo observen los semblantes de los viajeros a las 6 de la mañana, aunque puedas estar con otras 200 personas en el mismo vagón, es difícil encontrar alguna sonrisa genuina. Sin embargo, cuando la música suena, nos transportamos a otro sitio completamente distinto. Las notas se manifiestan en nuestros corazones. Bien mencionaba Paul Valéry en unos hipotéticos diálogos entre Fedro y Sócrates, que tanto la arquitectura como la música son las únicas artes capaces de envolvernos por completo. Sócrates incluso le dice a Fedro:
Pero las artes de las que hablamos (arquitectura y música), por el contrario, deben engendrar en nosotros, mediante los números y sus relaciones, no una fábula, sino esa potencia oculta que las crea todas. Ambas elevan el alma hasta el tono creador, la hacen sonora y fecunda. A esa armonía material y pura que le comunican responde ella con una abundancia inagotable de mitos y explicaciones que sin esfuerzo engendra, y llevada por esa irresistible emoción que las formas calculadas y los intervalos justos le imponen, crea infinidad de causas imaginarias que le hacen vivir mil vidas maravillosamente prontas y fundidas.
En estos vídeos que antes mencionaba, especialmente los que suceden en las estaciones del metro, la mayoría de las personas no se detienen a admirar la música o tan siquiera a prestarle un poco de atención, tampoco es que esto tenga algo de malo, pueden tener otras prioridades. Sin embargo, hay quienes, se dan un momento para detenerse y escuchar, son ellos en compañía de los músicos, los que se trasladan desde una infraestructura para el movimiento de las masas hacia un palacio para la música, para el alma. Y es esta humanidad reencontrada por medio de las artes que revierte la simple condición del pasajero anónimo a la de humano; hay quienes bailan, los que sonríen, los que gozan o incluso los que lloran, ya sea por emoción o por algún recuerdo.
Sin embargo, me queda presente en la mente ¿Qué pasaría si estos actos de rebeldía se hicieran parte de la normalidad? Si dejaran de ser excepcionales las apariciones de músicos y que más bien fueran parte de la normalidad de la ciudad ¿Podríamos conseguir que nuestras calles fueran una melodía perpetua y que con esto se elevaran las almas de todos, como podría haber defendido Sócrates? ¿Valdría la pena que los músicos pagaran su pasaje de camión tocando en el trayecto o sus impuestos con recitales en las plazas?
No lo sé, pero creo que conforme pase la pandemia y volvamos a las calles, lo podríamos hacer con más sensibilidad. Qué si el mismo sistema y sus lógicas nos alienan, quizá podríamos reencontrarnos con la música. Reencontrarnos a través de esos pequeños momentos que llegan a nuestras almas y a nuestros corazones, recordando que somos humanos y mucho más que simples trabajadores. Que en nuestro día a día nos podamos detener a cultivar nuestras emociones y la belleza que todos tenemos, recuperando nuestra humanidad en el proceso ¡Háganse músicos a la calle, hay una ciudad que encantar!
Referencias
Paul Valéry. (2019). Eupalinos o el arquitecto. Madrid: Machado Libros.